Con mi F40.

He encontrado esta foto perdida en una carpeta olvidada del disco duro.

Parece que voy en un pequeño descapotable ingles de los 60, pero es la Powertec F40

Con esta silla empecé a aumentar mi movilidad. Fue muy poco a poco. Me la compré sin ni siquiera probarla, pues para ello necesito tenerla adaptada para llevar los pies sujetos.

Sin embargo, la confianza era plena. Muchos no lo veían claro pero yo estaba convencido de que tenía que haber algo que pudiera conducir.

Tenía ya 24 años, ya me tocaba. Por eso, al de pocas semanas de llegar a vivir a una casa de campo en Alaior (Menorca), me lancé. Pedí un crédito a amortizar en dos años, y la encargue.

Aún recuerdo ver, desde la terraza, la furgoneta de Seur acercándose, proveniente de Mahón. Y, sobre todo, recuerdo la sensación que tuve cuando accione su joystick.
Ojala que en aquella época se hubiera tenido tanta facilidad para hacer fotos como ahora, porque la cara de alegría que puse sólo la puedo imaginar a través de la sensación de satisfacción que experimenté.
Una expresión de euforia muy parecida a cuando cambié de marchas con el cambio automático del E320 de mi tío Willy, según mi padre.

En esa casa, contaba con una gran explanada que me sirvió de circuito para aprender a manejarla. Todos los días, después de estudiar, a eso de las ocho, la sacaba del garaje y me dedicaba a dar vueltas y más vueltas.
Salir de allí sin coche adaptado era casi una temeridad. Pasando la verja, sólo había una carretera rural sin acera, por la que circulaban unos camiones volquete que pasaban muy cercan y le hacían sentirse a uno muy, muy diminuto. Una vez que me aventuré a  salir remolcando a mi primo, que iba en mi manual, nos pitaron y todo por la osadía.

El siguiente paso fue el coche adaptado. Entonces, aumenté mi margen de acción. Alcance Mahón y Ciutadella, Son Bou, Santo Tomás. Por las calles de Binibeca comencé a emprender escapadas en solitario. Me costó acostumbrarme a circular sin compañía.
Una tarde de primavera, mientras mi madre hacia sus gestiones, me dio por meterme por un camino de piedras entre chalets deshabitados por estar fuera de temporada.

Enseguida la tracción empezó a fallar. Demasiada grava. Una de las ruedas traseras se puso a hacer un surco.  No respondía. A base de insistir, salí del agujero para ir a caer inmediatamente en otro. Por un momento, en aquel lugar apartado de la urbanización me encontré desamparado (el móvil aún no lo tenía dominado) pero acelerando y frenando provoque la tracción, con el mismo afán como el que pretende hacer fuego, y logre volver a la civilización del asfalto.

Otras «vivencias» que guardo fueron cuando volqué de costado, tipo el coche de los Picapiedra, o cuando derrapé bajando de la torre de Fornells. Gracias al murete que delimitaba el paseo, se detuvo el descenso descontrolado. Cosas de la tracción trasera.

Y así comenzó el tránsito del mundo estático al dinámico y autónomo. Aún retorno al primero en ocasiones, por culpa de averías, condiciones climatológicas adversas o por esta maldita gripe, recién superada, que me genera claustrofobia y miedo a la agorafobia.