Espontáneos de la guarda.

Voy rodando en solitario por el paseo de Punta Galea, a pleno sol. Me llega un Whastapp. La brillante luz me impide ver la pantalla del móvil.

Busco una sombra. A cierta distancia encuentro un arbusto alto que “oscurece” parte del camino. Allí me cobijo. Subo el apoyabrazos y empiezo a manipular el teléfono. Entonces, me pregunto cuanto tiempo pasará antes de que mis originales movimientos, para teclear, hagan que alguien piense que necesito ayuda y se acerque a ofrecérmela, aunque me vea de lejos –como me ocurrido en más de una ocasión, teniendo que elevar la voz para evitar el innecesario acercamiento-.

Efectivamente, alguien viene por detrás. Una mujer que estaba sentada en un banco muchos metros atrás:

  • ¿Necesitas algo?
  • No gracias. Muy amable.

Otra pareja, que había adelantado hace un rato, después de pasarme se lo preguntan y dan la vuelta:

  • ¿Te podemos ayudar?
  • No, estoy con el móvil. Gracias.

Me dan ganas de esconderme para Whastappear a gusto. Estoy pendiente de si preocupo alguien. Es agobiante.

Se acerca alguien. Miro pero pasa de largo. Entonces, me sorprendo. Que insensible. Ya no sé que prefiero, si que me digan algo o que no.

La verdad es que si tengo alguna necesidad, ya la pediré yo pero, por otra parte, es aliviador saber que no estoy solo del todo, que siempre hay alguien que se siente en la obligación de echarte un cable.

Cuando me plantee la “navegación” en solitario, no contaba con este factor. Sin abusar de él, y abandonando reparos, puedes vencer obstáculos que hasta hace poco te parecían insalvables. Que se te suelta media mochila, eliges a alguien que creas adecuado –a lo “Lo Sabe, No Lo Sabe- y le pides que la enganche. Incluso un par de veces he pedido que me coloquen bien el pinganillo Blutooth a punto de caerse, a desconocidos.

El día que me vea en un apuro, espero coincidir con algunos de estos espontáneos de la guarda.